Sueño de una noche en vivo

Con la llegada de la medianoche, las luces de los pesqueros iluminaban temblorosas el puerto. Era una suerte de homenaje a las estrellas que brillaban en algún lugar muy lejos, por encima de la gigantesca sombra que cubría la ciudad de Bundoora. Siempre presente. Siempre vigilante.

El detective Oubin observaba a los trabajadores del puerto descargar las mercancías provenientes de las cuatro esquinas del continente para nutrir las insaciables fábricas de la capital. Al verlos pasar a su lado, con los rostros ennegrecidos, no podía evitar preguntarse en qué momento la vida de un hombre pasaba a asemejarse tanto a la de una hormiga.

La marquesina de la vieja taberna anunciaba con letras de neón el nombre del local, apenas visibles bajo el hollín; Sueño de una noche en vivo. Lugares así se habían convertido en reductos de un pasado borrado a golpe de progreso y civilización.

Dos hombres de la guardia palatina custodiaban la entrada vestidos con largas chaquetas de cuero negras y únicamente decoradas por ribetes rojos sobre los hombros.

—¿Está dentro?

—No ha querido hablar con nadie —contestó uno de los guardias—. Se ha limitado a dar tu nombre como respuesta a nuestras preguntas. Nosotros podemos esperar, Oubin, pero nuestros patrones no son igual de pacientes.

Oubin asintió, alzó la vista al cielo y luego entró en la taberna.

Dentro, los restos de la pelea que había tenido lugar apenas unas horas antes seguían frescos. No quedaba mesa o silla en pie. Los tablones de madera del suelo estaban empapados en varios tipos de alcohol diferente, mezclados con la sangre. Un mar de cristales crujía bajo las botas de Oubin.

Sólo quedaban dos hombres en el local.

Uno de ellos estaba tumbado en el suelo en medio de la taberna. Oubin se acercó a él y se agachó para verlo de cerca. El rostro blanquecino estaba enmarcado en una aureola marrón coagulada. Una sonrisa roja le cruzaba la garganta. Le habían cerrado los ojos para bien.

Oubin se puso en pie y encontró la mirada del propietario del Sueño, plantado tras la barra del bar. Era un hombre bien entrado en los cincuenta, con la cara llena de arrugas y cicatrices y una mano temblorosa aferrada a un vaso de cristal.

—Ha envejecido usted más de lo que esperaba, sargento—. El hombre apuró el contenido del vaso y dejó ir una mueca.

—Me alegra verte bien, Víctor—. Oubin se acercó a él y alargó la mano para rebuscar detrás de la barra, guiado por el recuerdo, hasta sacar una botella con un líquido ámbar espeso. Víctor le ofreció un vaso vació y Oubin sirvió dos copas generosas de licor—. He oído que Anabel ha sido aceptada en la hermandad. Es todo un honor, normalmente ya no aceptan a chicas de fuera de la ciudadela. Su don debe haber llamado la atención de gente muy poderosa.

—La hermandad mató a su madre y la matará a ella. Lo mejor que puedo hacer es ir olvidándome de que alguna vez tuve una hija.

Los dos hombres brindaron. Víctor dio un buen trago. Oubin dejó su vaso sobre la barra sin tocar el contenido.

—¿Qué ha pasado aquí? Necesito saber qué has visto y, sobre todo, qué no has visto.

—Fue uno de ellos, sargento. Un Drac.

Drac. El mal nombre dado por los nativos del planeta a los seres caídos del cielo que habían tomado el continente a golpe de fuego y reducido a hombres como Oubin y Víctor a esclavos en su propia tierra. Ambos habían luchado en la resistencia. Ambos habían sido testigos de la crueldad de la que eran capaces los Drac. Sólo Oubin había apreciado la futilidad de resistirse al dominio de los nuevos señores que regían el continente.

—Ya no estamos en guerra, Vic. No soy tu sargento. Nuestro bando perdió, si mal no recuerdo. Ahora debemos pagar el precio de nuestra derrota.

—Eso mismo me dijiste la última vez que nos vimos. Desde entonces no he podido dejar de pensar que tal vez dejamos de luchar demasiado pronto. Tal vez vaya siendo hora de recordarles a esos engendros de piel escamosa y ojos amarillos qué esta tierra nos pertenece por derecho de nacimiento.

—Será mejor que bajes la voz. Yo puedo decidir dejar de escuchar según qué cosas, pero no todo el mundo comparte mi comprensión.

—Fue uno de ellos, Oubin. Uno de ellos lo mató sin provocación alguna. Simplemente se acercó a él y lo rajó de oreja a oreja como si fuera un animal. Eso somos para ellos, animales.

En otro tiempo, Oubin hubiera dado caza al asesino y se hubiera asegurado de que se hiciera justicia con él. En otro tiempo, se hubiera sentido orgulloso de hacer de su ciudad un lugar más seguro. Pero el mundo había cambiado desde la llegada de la nave. Los hombres como él ahora servían propósitos más oscuros. Sus nuevos amos querían de él que mantuviera la paz a toda costa. Un hombre muerto a manos de un Drac no era algo poco común, pero algunas verdades debían ser ignoradas por el bien mayor.

—Vic, tienes que prometerme que olvidarás lo que ha pasado esta noche aquí. Necesito que me lo prometas. Si no, no podré hacer nada por ti.

Víctor arrojó su vaso contra la pared y apuntó un dedo afilado al mentón de Oubin.

—¡Una mierda voy a olvidar! La gente tiene que ver el auténtico rostro de esas bestias. La guerra no ha terminado, sargento. Solamente ha mudado la piel.

Oubin bajó la mirada y observó el líquido en su vaso. De la calle empezaban a filtrarse las primeras luces de la mañana. El camino que se abría ante Víctor era un camino que muchos habían transitado antes. Uno que acababa inexorablemente en las entrañas de la nave que flotaba sobre sus cabezas.

—Anabel estará bien.

—¿Qué?

Oubin se puso en pie…

—Anabel, me aseguraré de que no le pasa nada.

… y se acabó su bebida de un trago. Salió de la taberna y se alejó mientras los dos guardias entraban en la taberna. Ni siquiera aminoró el paso al escuchar los gritos de Víctor.

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