Más espeso que la sangre

And how can we win,

When fools can be kings?

Don’t waste your time

Or time will, waste, you…

Knights of Cydonia – Muse

Me quedo abstraída viendo las pequeñas gotas de sangre caer, formando un charco carmesí a mis pies que no para de crecer y crecer. La tierra de esta luna tiene un contenido tan alto de litio, boro y potasio que desde la órbita la hace parecer nieve, pero que a ras de suelo tiene la consistencia de millones de microcristales. Mancillar su pureza con el color de la violencia y la guerra me parece casi un pecado.

La hoja de mi espada tiembla clavada en el pecho de mi enemigo, justo entre dos placas de su armadura, por debajo del corazón. El filo crepita cargado de energía. Tardo unos segundos en darme cuenta de que no es mi espada la que tiembla, sino mis propias manos. Acciono los controles en la empuñadura y la hoja se retrae para liberar al pobre desgraciado.

El soldado cae al suelo de rodillas y se queda ante mí con la cabeza alzada y las manos inertes, como rezando a un dios ausente. La placa de acero negro que le cubre la cara me muestra mi propio reflejo. Algo estalla cerca y un fogonazo de luz blanca nos ilumina permitiéndome verle rostro durante un instante. Es un muchacho joven. Demasiado joven. Tiene los ojos bien abiertos y la mirada perdida en la lejanía. Intento no pensar en mi hijo y en el hecho de que, si esta guerra sigue su curso, seguramente encontrará la muerte en un campo de batalla como este.

Giro sobre mis talones y, con toda la gracia y misericordia que soy capaz de conjurar, decapito al muchacho.

Le doy la espalda al cadáver de mi última víctima buscando ya la siguiente. En el cielo, centenares de astronaves tejen una danza macabra al ritmo de los destellos de los cañones de riel y las detonaciones alimentadas por las atmósferas contenidas en sus frágiles cascos. Más allá, como el ojo de un gigante impasible que nos observa, Sidonia flota en el cielo. Las tormentas perennes que azotan sus cielos giran en una maraña de espirales enfurecidas. Las riquezas que habitan en su corazón rocoso son lo que atiza esta guerra sin fin.

Avanzo sobre la tierra embarrada. Me cuesta respirar en el confinamiento de mi servotraje. Me llevo una mano al cuello, libero el anclaje del casco y lo dejo caer sin aflojar el paso.

El caos y el estruendo a mi alrededor me asaltan los sentidos. El aire que me inunda los pulmones es espeso y está cargado con el aroma del metal quemado. Me dejo guiar por los destellos azulados de las armas de plasma. Algo silva cerca de mi cabeza al cortar el aire y esquivo confiando en que el adiestramiento no ande muy lejos del instinto. Mientras caigo hago dos cortes en diagonal sin darle a nada.

El corazón me aporrea el pecho como si tratara de escapar. Estoy a merced del enemigo. Muerta a falta del formalismo del golpe de gracia. Cierro los ojos y espero.

—Zayre —le susurro al aire. El nombre de mi hijo se vuelve una plegaria en mis labios antes de morir.

Algo candente pasa cerca de mi cabeza. Abro los ojos a tiempo de ver una salva de plasma devorar la cadera de mi verdugo hasta partirlo por la mitad.

—¡Vamos, hay que salir de aquí!

Ayaan se materializa ante mí como aparecida de la nada. Su armadura, hace apenas unas horas plateada e impoluta, es ahora un amasijo de hierros retorcidos y quemados que le cuelgan del cuerpo. Me tiende la mano y me agarro a ella como si me fuera la vida en ello.

—¿Quién ha dado la orden? —pregunto mientras corremos con los cuerpos lo más cerca posible del suelo.

—¿Qué orden?

—La de retirada.

—Nadie ha dado ninguna orden. Esto es una puta trituradora de carne. Desde que aterrizamos la radio solo escupe estática.

Detenemos nuestra carrera tras un pequeño repecho rocoso en el terreno. Alguien grita pidiendo ayuda, no muy lejos. Intento ponerme en pie, pero Ayaan me agarra del antebrazo y tira de mí con desesperación.

—No hay nada más que hacer aquí. —Ayaan acentúa sus palabras con varias ráfagas de plasma escupidas por su rifle al otro lado del saliente de roca que nos cobija.

—Eso que dices es traición, Ayaan. Sabes que no podemos retirarnos sin más.

—¿A quién le va a importar dos cadáveres más o menos?

—El Legado nos encontrará. —El miedo en mi propia voz me coge por sorpresa. ¿Es el miedo lo que me impulsa a combatir?

—Si tanto le preocupa su preciosa campaña, ¿por qué no está en el barro con nosotras? —Ayaan me enseña los dientes. Nunca la hubiera creído capaz de venirse abajo. Ella no. La única de su legión que salió con vida del asedio a Xetis—. Diez años. Diez putos años luchando sin parar, vagando de luna en luna alrededor de este puto planeta de mierda. No sabiendo si será el abismo entre las estrellas o el acero enemigo lo que reclamará mi vida. No puedo más. Prefiero ser una cobarde viva a una heroína muerta en algún barrizal.

Intento buscar alguna cosa que responderle, pero mi garganta me retorna el silencio. ¿Cómo puedo apelar al patriotismo después de diez años luchando sin descanso? Diez años. Zayre será casi un hombre para cuando vuelva a casa.

Si es que vuelvo algún día.

—Dime hacia dónde —consigo decir en un hilo de voz—. Te sigo.

Ayaan señala el horizonte. A lo lejos, se ciernen imponentes varias estructuras monolíticas, restos de una civilización olvidada hace mucho tiempo. Pulsan con un resplandor espeluznante y verdoso, proyectando sombras retorcidas en el campo de batalla a sus pies.

—Nos esconderemos en las ruinas a esperar a la noche. Después, intentaremos llegar a los astropuertos de Talannie. Con suerte algún carguero nos dejará embarcar a cambio de mano de obra gratis.

Me limito a asentir. Una parte de mí siente la vergüenza del traidor, pero la otra no tiene más que mirar a la muerte que me rodea y pensar en volver a ver el rostro de mi hijo para silenciar cualquier duda.

Salimos de nuestro agujero en un esprint desesperado hacia la libertad. Ayaan dispara su rifle de plasma a intervalos precisos, abriéndonos una senda entre el polvo y el caos. Yo corto y mutilo con mi acero a toda figura que se cruza en nuestro camino sin discriminar entre amigo o enemigo.

Apenas unas cien yardas nos separan del umbral de las ruinas. Construcciones como esa salpican las lunas de Sidonia. Antaño los estudiosos habían dedicado sus vidas a esclarecer el misterio de su origen, pero desde el estallido de la guerra habían pasado a ser un mero obstáculo geográfico más para las campañas de ambos ejércitos.

A medida que nos acercamos, veo algunos detalles en los monolitos. Me doy cuenta de que componen el perfil de una ciudad de edificios ensortijados. Sus superficies parecen estar recubiertas de vidrio azabache fundido, tras el cual se puede percibir el latir de una energía exótica.

Me quedo tan embalsada ante las ruinas que apenas percibo la sombra que cruza el cielo.

—¡Dragóóóón! —el grito de Ayaan se diluye entre una ventisca enfurecida que me arroja al suelo.

Alzo la mirada para contemplar el perfil cromado de la criatura que sobrevuela el campo de batalla. La puedo ver abrir sus fauces de par en par para liberar una lengua de fuego que lo devora todo a su paso.

Me obligo a apartar la mirada de la monstruosidad alada. Me pongo en pie y veo a Ayaan alzar su rifle hacia mí. Me quedo helada. Tal vez ha decidido abandonarme a mi suerte para poder escapar ella. ¿La podría culpar de ello? Las dos nos quedamos ahí, muy quietas. Aguanto la respiración y aguardo el mordisco ardiente del plasma.

El instante se desvanece. Mi muerte no llega. El rostro de Ayaan se deforma en una mueca de horror. Baja la mirada a tiempo de ver su esternón explotar para expulsar el filo radiante de una espada. El cuerpo roto de mi camarada se derrumba y, tras él, descubro una mole de metal que me mira con ojos azulados. A su espalda, las ruinas alienígenas parecen latir con más fuerza, tentándome con su promesa de libertad.

Invocando cada onza de habilidad y coraje, me lanzo a su encuentro. Nuestros filos colisionan en una lluvia de partículas candentes. La cara de Zayre, sonriéndome como el día en que lo abandoné y me alisté a las legiones, me mira entre las sombras de las ruinas, encendiendo un fuego dentro de mí que arde más caliente que las dos estrellas que brillan casi ocultas en el horizonte.

La noche casi ha llegado.

Bailamos en un dúo mortal, cada movimiento preciso y calculado, buscando la apertura más pequeña para golpear. El suelo bajo nuestros pies tiembla con la fuerza de las explosiones y el mundo parece astillarse y fragmentarse con cada momento que pasa. La batalla da sus últimos estertores y no soy capaz de adivinar quienes son los vencedores y quienes los vencidos. Empiezo a sospechar que tal división nunca ha existido.

Mi corazón late en mi garganta mientras consigo por fin clavar mi espada a través del estómago del soldado, pero esto solo parece alimentar su furia. Con un chillido inhumano, agarra mi espada con una mano para clavársela más adentro, mientras con la otra brande su acero para rasgar mi armadura y con ella mi carne.

El dolor estalla a través de mi cuerpo y, por un momento, todo se difumina a mi alrededor. Caigo de rodillas y me quedo postrada allí. El estruendo de la guerra se aplaca lentamente, al igual que mi corazón. Miro al suelo y veo la sangre caer en pequeñas gotas que florecen al impactar contra el suelo blanco, formando gota a gota un charco bajo mi cuerpo.

Lo último que siento, justo antes de que el acero ajeno me separe la cabeza del cuerpo, es una cierta vergüenza por permitir que mi sangre deshonre un lugar tan hermoso.

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